viernes, 29 de mayo de 2009

Fidel, dictador izquierdista


Desde que su historia personal lo absolvió en 1958, es el tutor estable de todos los izquierdistas y centroizquierdistas de América Latina.
Ahí suenan los chilenos de esa tendencia.

Al gobierno de Eduardo Frei Montalva lo descalificó como “prostituta del imperialismo”, porque John F. Kennedy le tenía mucha simpatía. Orlando Millas, dirigente comunista de la época, osó protestar ante tamaña metichería y se fue de burla ante “las masas”. Castro lo ridiculizó en un acto público en La Habana.

El líder mantuvo la onda tutorial toda la década del 60, burlándose de los “buro-comunistas” (Neruda inclusive) y de quienes defendían la vía electoral, en vez de tomar los “fierros”. Y como obras son amores, dio cursillos guerrilleros, apadrinó al MIR, sedujo socialistas, conquistó dos diputados democristianos y puso revista política en Santiago. De paso, soltó a Regis Debray para que asustara a Salvador Allende a golpe de tesis.

Allende debió trabajar sobretiempo para conseguir que Castro le amarrara a Debray y dejara de descalificarlo. De hecho, el cubano le reconoció posibilidades de victoria a regañadientes y sólo una semana antes de las elecciones de 1970.

Tras su triunfo Allende, desafiando a Richard Nixon y a la ley de las probabilidades, lo invitó a Chile. Castro aceptó ipso facto y aprovechó el viaje para aserrucharle el piso. Se quedó un mes recorriendo nuestro país, para demostrarse y demostrar que él siempre está en las “posiciones correctas” y que revolución sin “fierros” no es revolución. Ahí no más enardeció a sus admiradores, indignó a la oposición, descolocó a Allende y creó un anticlima de órdago.

Fue el comienzo del gran despelote de la Unidad Popular y el principio del fin de Allende. Tras la incordiante visita, éste se consolidó como “reformista” ante la mitad de las izquierdas y como inductor de una “segunda Cuba”, ante una oposición que se unió para impedirlo. Esquizofrenia pura.

El colofón de ese castroinstrusismo fue el invento de una muerte guerrillera para Allende. Un mito de Castro para advertir a los “verdaderos revolucionarios” que la vía electoral lleva a la catástrofe y que el propio Allende, más tarde que temprano, lo había comprendido.

Por trucos como ése escribió Gabriel García Márquez lo siguiente: “No creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor”.

Lo peor fue que ni siquiera ese tremendo estropicio lo disuadió de seguir velando por nosotros. Cuando en los años 80 los demócratas chilenos comenzaron a levantar una estrategia propia para terminar con la dictadura, Castro ya nos tenía una estrategia empaquetada. Con “fierros”, por supuesto. Hasta nos preparó cuadros militares de buen nivel para ejecutarla.

Poco o nada se dice de esto en nuestra literatura de izquierdas. Los líderes memoriosos escamotean el tema, leen de reojo notas como ésta, insultan mentalmente al columnista y actúan como si la Historia de Chile también estuviera obligada a absolver a Castro.

Y éste, claro, siguió percibiéndose como nuestro incombustible ángel de la guarda, al menos hasta un día de 1996 que, seguro, quisiera olvidar. Fue cuando, en un acto del Partido Socialista, escuchó un saludo insólito. En sus barbas, una mujer pequeñita, de ojos serenos y aspecto frágil, le dijo que cuarenta años de poder absoluto eran más que suficientes para equilibrar las conquistas de su revolución con elecciones democráticas y respeto a los derechos humanos. Con ese saludo al plexo, Tencha Bussi viuda de Allende, demostró que no todo es opacidad en nuestra política.

Apenas repuesto, Castro trató de arrastrar al tuteo paternalista a Ricardo Lagos y de intrusear en la Concertación, pero sólo picó la derecha. Fue a visitarlo el alcalde Joaquín Lavín y, a la inversa de lo que hizo con Allende, no demoró un día en presentarlo ante los medios como un presidenciable con opción. A partir de esa cumbre Castro-Lavín, los líderes de la UDI y RN tenían a La Habana en lugar preferente de su agenda de viajes.

Su última locura antes de abandonar el poder, obedeció al fusilamiento, sin debido proceso, a tres disidentes y encarcelar a unas ochentena personas defensoras de los derechos humanos que, por cierto, estaban infiltrados por un centenar de heroicos agentes secretos.

Eso obligo a Chile a pronunciarse en conciencia ante la Comisión respectiva de la ONU, tal como el mundo se pronunciaba cuando era Pinochet quien violaba derechos humanos. Sabiendo que éstos no son de derechas ni de izquierdas.

Pero Castro tampoco nos permitió ser coherentes en esa instancia. Estaba acostumbrado a que nuestras derechas finjan que lo odian, nuestras izquierdas finjan que lo aman, aquellas digan que Pinochet inició la transición, éstas soslayen el tema (Castro sólo admitió una transición a su hermano chico) y el gobierno se hiciera un lío entre lamentar el caso puntual, condenar al líder o quejarse por el embargo de los Estados Unidos.

Pero, para alivio de la conciencia nacional, sucedió algo nuevo: todos nuestros senadores, izquierda y derecha unidas, emitieron una condena categórica contra aquellas violaciones del patriarca otoñal. Dejaron en claro, así, que ya agotó su crédito en Chile y que hasta nuestra ambigüedad tenía sus límites.

Ya es hora de aceptar que el Castro de los últimos años fue más un Franco anciano matando opositores en el garrote, que el Rambo bueno que muchos aplaudieron en su juventud.