martes, 28 de julio de 2009

Nación de subnormales


Me he referido antes a la correlación entre el desdén por el patrimonio urbano y el desdén por los libros, que están ausentes de nuestra arquitectura cerebral y también de la urbana, la cual carece de bibliotecas incluso en las instituciones escolares. Nuestro desarrollo urbano es, entonces, abigarrado, fragmentado, “amontonado” semejante al “desarrollo individual” de quienes por aquí habitan con escaso hábito ciudadano.

Durante milenios hubo muy pocos que escribieran y leyeran. El primer cambio de este asunto en el camino “occidental” sucedió hace más de dos mil quinientos años con la invención griega de las vocales, que simplificaron la lectura. El énfasis continuó en el copiado de textos, pero éstos seguían siendo verdaderos bloques cuya consulta no era fácil. Sólo en el siglo noveno de nuestra era, con las minúsculas, se facilitó la lectura. Trescientos años después se generalizarían títulos, subtítulos y párrafos, y el énfasis oscilaría lentamente desde el copiado a la confrontación de textos. La aparición de la imprenta, a fines del siglo quince, permitió que la lectura predominara sobre la escritura, que se aprendiera a leer antes que a escribir, y que la educación se empezara a entender en primer lugar como asunto de libros.

Quizás esto explique algo nuestra confusión. Explica nuestro atraso en términos de modernidad en relación con otras gentes que utilizan otras lenguas occidentales. Quizás la comprensión de nuestra centenaria desolación libresca nos indique también qué hacer si efectivamente queremos ingresar a la modernidad, es decir, ser capaces hoy y, posiblemente, mejores humanos convivientes al cabo de un plazo razonable.

Notemos algunos hechos obvios. Desde hace tiempo una porción de sus hijos pasa hasta catorce años en una institución escolar. Es decir, ellos cuentan con mil doscientas horas anuales para aprender a leer; con unas quince mil horas en total. Ya: digamos que con la mitad, con unas siete mil. Nunca más contarán con tanto tiempo para lecturas, a menos que sean editores o profesores de alguna universidad verdadera (posibilidades restringidas hoy en Chile). Pero se ha verificado que la inmensa mayoría no ha aprendido ni aprende a leer. ¿Somos una nación de subnormales e incapaces?

El problema es otro. Nunca (o casi) hemos comprendido que la educación hace mucho que en primer lugar consiste en establecer una buena relación entre alumnos y libros antes que una relación equis entre alumnos y profesores. Y para comprenderlo no hace falta recurrir a casos eminentes como el de Einstein, que tuvo pésima relación con todos sus profesores pero a los catorce años de edad leía a Kant. El problema pasa por el hecho que no contamos con libros suficientes para ninguno de los tramos de nuestro presunto sistema de educación. Y lo califico de presunto: es toda una presunción, casi un delirio, calificarlo de educación si no cuenta con libros (y digo libros, no textos escolares ni computadores)

Relatos


No sé exactamente por qué continúo leyendo relatos. Acaso porque siendo un seudo escritor considero esta lectura una de mis obligaciones. O porque, a pesar de mis actuales preferencias por el ensayo o el documento histórico, me parece que en el cuento o en la novela se encuentra la esencia de la literatura. ¿Pero tiene algún sentido esta clase de palabras? ¿Qué se quiere decir con esencia? Algo en realidad sencillo: creo que leyendo ficciones sabré algo más -no mucho, por cierto- acerca de la muerte.

No estoy seguro si de un relato puedan extraerse conclusiones, quizá porque no sé todavía a ciencia cierta cómo funcionan las palabras que al unirse con otras se vuelven de pronto tan oscuras o -lo que es lo mismo- tan luminosas. Sucede que leyendo un relato fijo mi atención en pasajes sin importancia o en personajes que a todas luces resultan menores. Ésa es la razón por la que nunca recuerdo del todo bien los argumentos. Por eso me gusta pedir a otros que me narren su experiencia sobre una novela que he leído ya: se escuchan cosas tan sorprendentes. En cuestiones de lectura la atención más humana lleva como contraparte una seria dosis de distracción. Me ha sucedido también que no logro terminar un relato porque creo que con dos páginas he tenido más que suficiente. Me bastan esas dos páginas como estímulo para dar forma a diversas situaciones imaginarias en las que los acontecimientos suceden con extraña libertad.

Me ocurre a menudo con las narraciones de Raymond Carver: todo sucede aparentemente en los alrededores. Como si repentinamente en ciertos escritores la literatura comenzara un período de divagación o de fuga. Como si la literatura de ficción se hubiera alejado tanto de casa que le fuera imposible encontrar el camino de vuelta.

Hay en el mundo un puñado de fabulaciones que los hombres, a lo largo del tiempo, se han encargado de narrar de muy diversas maneras. Se dedican a reescribir una historia a la que dan vida nuevamente en espera de que otros escritores tomen la misma responsabilidad. Y así eternamente. Nos pasa a los hombres comunes cuando alguien nos narra una experiencia de su vida y nosotros pensamos: “Eso lo he escuchado ya en otra parte” Los escritores están obsesionados con las mismas historias de siempre. Esto me lleva a pensar en las influencias que estos escritores reciben de otros colegas. La mayoría, por supuesto, inventa o se acomoda las influencias a su propia conveniencia. Sin embargo, creo que las influencias no son determinables. Es decir, creo que las formas de un relato pueden reproducirse en otro, pero que jamás agotan el horizonte de sus significados.

Sin un estilo que avale la presencia de un sujeto que elabora la ficción, el arte no existe. Es algo parecido a lo que Barthes escribió al afirmar que el estilo es la soledad del escritor, la incapacidad de salir de la cárcel de uno mismo. No se puede trascender ese límite porque de hacerlo el escritor desaparecería y sus restos quedarían esparcidos en un continuo llamado literatura: una literatura sin autores, sin rostros, regida sólo por un conjunto de fabulaciones que los hombres repetirán eternamente. Sin originalidad, ni genio, ni estilo, los escritores no son más que amanuenses o coleccionistas de sellos

domingo, 26 de julio de 2009

Marco… sonríe


¿Políticos tradicionales? No, gracias. Lo que se lleva es un nuevo estilo. Y el nuevo estilo obliga al candidato – díscolo – a bailar un reggaeton o ponerse una peluca o hacer cabriolas en un set de televisión; a encajar chistes gruesos, o a reírse de las impertinencias que les propinan unos animadores que quizá qué células muertas de cultura política cobijan en sus cerebros. Si el político no tradicional se tropieza en el set, el rating sube, y si por descuido lleva un calcetín o una media de cada color, mejor aún para el show. Lo que cuenta es la lozanía del personaje, su integridad sicomotora, la diversión, el contraste, la velocidad de reflejos, eso que se llama espontaneidad o transparencia o manera de estar. Los rudos animadores se sienten con derecho a acorralar hasta la humillación al político de nuevo estilo, mientras el público del set aplaude con ritmo cansino y la teleaudiencia devora las sobras.

Y vemos a este nuevo espécimen de la política reconvertido en carne de farándula, saltando como pajarito, tratando de caer bien, buscando esa oportunidad de conectarse a la señora de pueblo o a aquel jubilado o a ese esquivo segmento juvenil que observan atontados la pantalla mientras hacen alguna otra cosa.

Los políticos tradicionales - en otro tiempo - solían defender alguna idea, o representaban a grupos concretos, como los mineros, los empresarios o los católicos. Hoy las ideas, como tal, están a la baja. Disminuyen la fluidez del producto, confunden al electorado. Por lo demás, en un minuto y medio, que es lo que suele durar una intervención mediática, no se puede colocar ni siquiera un trozo de idea, de tal manera que es preferible optar por algún juego de palabras o un aleteo de manos, siempre en un clima sonriente y coloquial. Y aunque se tuviese una idea que defender, y hubiera tiempo, la política moderna prefiere no defender mucho nada, porque de ahí se pasa pronto al ataque, a la áspera zona de las confrontaciones, y eso choca a nuestros sensibles telespectadores o consumidores o como quiera que se llamen estos seres -nosotros - a los cuales los políticos dedican sus esfuerzos. En cuanto a representar a algún grupo, la sociología moderna nos informa que con la globalización y el fin de la guerra fría los temas se hacen transversales, y ya no existen ni órdenes de partido ni comités centrales ni culturas cerradas. Sólo hay encuestas, y para ser bien evaluado en ellas es preciso mantener una conformación nebulosa, más cercana al vapor que a los cuerpos sólidos. Abstenerse en lo posible de mostrar aristas, porque la gracia de un político no tradicional es que voten por él los que no deberían hacerlo; a eso se le llama tener un bajo índice de rechazo. El candidato moderno no es de izquierda, tampoco es de derecha, para nada es de centro, y está a la vez a favor y en contra del mercado, a favor y en contra de la globalización, a favor y en contra de las libertades sexuales individuales, a favor y en contra de subir o de bajar los impuestos, un poco a favor y un poco en contra de todo y de nada.

Esta fabulosa contextura de este político no tradicional se basa en la a su vez notable condición de los ciudadanos de hoy, que somos también, al parecer, ciudadanos no tradicionales. Mientras los ciudadanos tradicionales - esto es, los de Atenas o los de la Roma republicana, o los de las ciudades libres renacentistas - estaban educados para sostener un punto de vista y defenderlo en la asamblea, o incluso para ir a la guerra, los ciudadanos de hoy prefieren evitar cualquier cosa que se asemeje a una asamblea. Si antes estaba bien visto manifestar la propia opinión, lo cool es actualmente limitar la opinión a asuntos como el modelo de microondas o el tipo de yogur para la colación, que - oiga, no se crean - son decisiones que también requieren su cuota de sabiduría.

El ciudadano moderno se considera a sí mismo una especie de cliente, y exige ser bien atendido. Y el drama, como apunta con agudeza John Ralston Saul, es que los ciudadanos no somos los clientes de los servicios estatales, sino sus dueños. Somos (aunque no lo creamos) los dueños del sistema de salud, los propietarios de las universidades públicas, los amos soberanos de la Contraloría, del Servicio de Impuestos Internos y de los tres poderes del Estado. Actuamos, sin embargo, como si todo aquello no fuera nuestro, como si lo colectivo no nos correspondiera. Hemos optado por ser, más bien, beneficiarios o espectadores desganados del sistema, un poco impacientes, y desde luego desinformados, porque sólo los torpes pierden tiempo tratando de entender cómo se fragua una ley o por qué se degrada o se destruye un antiguo barrio de la ciudad.

La idea es que no se nos moleste y que, entretanto, “alguien” se ocupe del esmog, del orden público, de la justicia, de la educación, de traer energía barata, de defender los productos chilenos en Asia o en Europa, o de negociar en los foros internacionales. Se encargará de tales menesteres - por lo que vamos viendo - quien mejor baile la conga con una peluca rosada en el plató de la señorita Kreutzberger, aquel o aquella que, en un estilo político no tradicional, logre exhibirse de modo más nebuloso en el programa de Camiroaga, más sonriente, más transparente, más inofensivo, más cercano a la nada.

sábado, 25 de julio de 2009

Libros y pelotas



Los futbolistas mantienen su condición física gracias a una adecuada disciplina. Realizan toda suerte de ejercicios pertinentes; también estudian diversas tácticas de juego. Pero, sobre todo, practican fútbol. Cuando disputan un partido, no ejecutan una exhibición de gimnasia ni dan conferencias sobre tácticas de juego. Simplemente juegan. Han llegado a profesionales tras jornadas de entrenamiento y práctica de ese deporte – vi el camino que siguió uno de mis hermanos (en la foto) para conseguirlo – Desde adolescentes, o desde antes, les ha motivado, aparte el saboreo del juego mismo, la posibilidad de labrarse con él una vida gratificante más allá del fútbol mismo.

En nuestras instituciones escolares, en cuanto se refiere a la lectura, suele ocurrir lo contrario. En el mejor de los casos hay un esfuerzo por obtener gimnastas, que por cierto casi nunca, salvo en un nivel elemental, se sienten motivados por el juego mismo y sus alcances, en este caso por la lectura. ¿Cómo harían? Ocurre a estos escolares lo mismo que si les obligaran a aprender - para andar en bicicleta - leyes de mecánica, ecuaciones de palancas y equilibrios, índices de resistencia de materiales, relaciones dinámicas con el aire; pero jamás les dejarán montar una bicicleta y correr los albures del caso hasta dominarla y disfrutar la velocidad, la ampliación de territorios y el riesgo de la aventura cuesta abajo. Resultado: quienes aprenden a leer, una minoría, lo hacen a pesar de la “enseñanza” que reciben.

Este error de nuestras escuelas tiene que ver con que se insiste en enseñar castellano. Se llenan horas con gimnasias gramaticales y se olvida que “enseñar” significa en primer lugar “mostrar” ¿Y dónde está el castellano mostrable? En textos escritos, en libros. Ahora bien, no hay libros pertinentes. Resultado: los escolares no leen ni literatura ni historia ni filosofía ni música ni matemáticas ni ciencia.

El caso es peor. ¿Cómo, de pronto, se empezó a enseñar sólo castellano donde la lengua que los niños saben es, justamente, el castellano? Sucede que en las escasas escuelas de nuestra protohistoria se enseñaba latín. Y la escolaridad generalizada aconteció impulsada por gente laica que desconfiaba del tufillo eclesiástico de todo latinazgo y terminó tirando agua y guagua al inodoro. Se olvidó un antiguo precepto: sólo se aprende bien el idioma materno si se aprende otro (latín, inglés o uzbeco) Lo sabían los romanos, que se educaban en griego. Y también los ingleses, que contrataban institutrices francesas para que sus hijos manejaran bien su inglés. Pero nosotros, ínclitos partidarios del esto o bien lo otro, decidimos que no, que nada, que sólo el castellano. Y ya casi ni hablar sabemos. Y ni pelotas tenemos. Quiero decir, libros. ¿Qué Humberto Suazo, Matías Fernández y Jorge Valdivia tendríamos si no hubieran dispuesto de pelotas? ¿Qué gente con cabeza de lectores podemos tener si apenas hay libros accesibles? ¿Con qué seres humanos podemos contar si no somos capaces de dominar una tecnología que se inventó hace seis mil años? Son preguntas que suelen dar vueltas en mi cabeza.

jueves, 23 de julio de 2009

Pensar, pensar y pensar


Nos gobiernan técnicos desde la educación pasando por la medicina y hasta la economía. Nos fragmentan con informaciones que juegan entre el susto y el horóscopo. Técnicos y tecnócratas resultan cómodos para el poder: son manipulables y permiten manipular. De paso, tecnifican las cabezas. No piensan, pues no lo necesitan. Y facilitan que nadie piense.

El trabajo del intelectual, en cambio, es casi sólo pensar. ¿En qué consiste? Por de pronto, en hacer cosas raras e incomodar. Por ejemplo, Einstein, apenas pensó, decidió no usar nunca calcetines. Y navegaba horas y horas, solo, a la vela; pero nunca supo navegar ni nadar. Lo hacía cuando el pensamiento se le atascaba; o tocaba horas y horas su violín. Así, pensaba. Se proponía hipótesis sobre el mundo todo, no sólo el físico. Sabía, aunque a veces lo olvidaba, que toda explicación es una hipótesis. Su mecanismo mental era una pregunta: ¿qué sucedería si esto, que parece así, no fuera así? Quizá sea la más vieja pregunta intelectual. La llevó a extremos. Nos alteró el entendimiento del mundo. Condujo a derivas técnicas como el láser, el GPS y los escáneres, y a unos asuntos nucleares que han quedado, míseros que somos, en manos tecnocráticas militares.

La movida del intelectual es pensar siempre, construir modelos a sabiendas de que son provisionales, urdidos de dudas. No creer en ellos: esto es tara de gente cómoda de cabeza tecnificada y fragmentada, propensa a modas que ahogan el cerebro, propensa a las “supersticiones racionales” que decía Wittgenstein, tara de gente que por ello se aferra a la defensiva, ideológicamente, a modelos como si fueran definitivos.

Ojo al cojo: ¿por qué al cojo? Bien mirado, un cojo parece alguien que insiste en tropezar siempre del mismo modo. A Einstein, que nada tenía de cojo (aunque no usara calcetines) cuando Hitler (cojísimo) le amenazó de muerte, Princeton (una universidad, no una empresa) lo contrató exclusivamente para que pensara, sin otra obligación, sin que nadie le exigiera “resultados” Y Einstein, pensando, resultó, por cierto, bastante incómodo para poderes varios (hasta estuvo en la lista negra del FBI)

Pobreza


Hasta hace unos doscientos años se creyó que la pobreza era asunto natural, normal, inevitable. Entre 1792 y 1795 apareció una idea nueva, opuesta, crucial en la modernidad: la pobreza no es normal, es cultural, subproducto también de la ley, evitable. Tomas Paine la propuso en inglés y Condorcet en francés. Ambos coincidieron en que donde hay muchos pobres y muchos o pocos ricos conviene averiguar dónde está y cómo se reproduce esa riqueza y redistribuirla; Paine insiste en imponer impuestos a los ricos y apoyar a los pobres, Condorcet en la educación. Ambos verifican que si se saca a la gente de la trampa de la pobreza será capaz, si se la apoya, de hacerse cargo de sí misma. No se trata, entonces, de “paliar” la pobreza; es posible erradicarla.

Esta idea ha pasado por numerosos vericuetos y sólo después de los treinta años de guerra europea y mundial, en la década de 1940, ha recuperado vigor como política de gobierno (no sólo de “gobernabilidad”) Y se construyeron los llamados “Estados de Bienestar” sólo consolidados en Escandinavia y quizás en Holanda; conviene atender a lo que han hecho.

Porque continúa habiendo pobres y es evidente que el “desarrollo económico” no basta para que deje de haberlos (¿o acaso no los hay a raudales en el propio Estados Unidos?) Una de las ideas derivadas de la de Paine y Condorcet es que se debe ofrecer “igualdad de oportunidades” a los ciudadanos. Condorcet asiente; Paine insiste en que también se debe redistribuir. Otros no; así, desde mediados de los años setenta (entre otros, nosotros, pero sin haber contado nunca con un Estado de Bienestar) se han ocupado de desmontar cuanto apoyaba una mejor distribución de la riqueza.

Aquí, ahora, en Chile, ha habido palabras medrosas acerca de los desniveles económicos que se dan en un país que ya ha realizado una importante acumulación de capital - que botamos en el Transantiago - Pero no aparece el factor clave: una clara voluntad política para resolver el caso. Abundan, por cierto, propuestas “técnicas” más destinadas a “paliar” la pobreza que a suprimirla. Y resulta curioso que de inmediato se cruce una seudovoluntad política “anticorrupción” muy visible por ejemplo en algún diputado de afición denunciante que solicita una opinión pública “informada” en año electoral - como el que vivimos - y equipara información con información sobre presuntas corrupciones. Era de noche y sin embargo llovía: la lógica estúpida y perversa del lenguaje mendaz de la publicidad. Si de algo debiera estar informada nuestra opinión “pública” es de los vericuetos que explican y pueden resolver nuestro apartheid social y económico.

jueves, 16 de julio de 2009

Así con la crisis


Claro que son más los que pasan el medio siglo – de edad – y es cierto que las estadísticas nos ponen a la par con el Primer Mundo, cuando se sostiene que las expectativas de vida de las mujeres se elevaron a los 80 años y la de los hombres a los 74, en promedio.

También es importante que de la mano con las revoluciones tecnológica y científica en general, y de la salud en particular, esa prórroga de sobre vivencia sea de vida útil. Si no, vea cuánto prócer que se aproxima o ha sobrepasado los 80 siguen de lo más lúcidos y alentaditos. En cualquier profesión, actividad u oficio, cuando la persona se acerca a los 40 años, y con ello se supone madurez y plenitud, pasa a convertirse seriamente en sospechosa para las gerencias de Recursos Humanos, las encargadas, al parecer, de optimizar - ergo reducir - los costos de las empresas. Es cierto que vivimos una revolución cultural y que el mundo ha dado un inmenso salto en los conocimientos. Pero, como en casi todo el mundo es el mercado el que manda, éste no sólo es cruel como dijera don Obama, sino además implacable, frío y ¡qué me importa a mí! Si no, veamos los porfiados hechos. En el caso de los periodistas, por ejemplo, los chiquillos que se meten a estudiar no tienen ninguna culpa.

Son sus sueños y sus derechos, más padres que puedan pagar las mensualidades. El mercado laboral es más o menos el mismo que hace cuatro o cinco décadas. Lo que varió es la demanda por pega. Fíjese que hace aproximadamente cuarenta años había cinco escuelas de periodismo en todo el país.

Hoy, con el negocio de la educación - modernización que le llaman - suman unas 40, lo que asegura un alto contingente de cesantes ilustrados al año y la salida de los viejos tercios, usuarios precarios de computación y que son reemplazados por dos o tres “cabros” bien formados, con idioma incluso, y obvio, más baratos.

Y esto a modo de ejemplo. La primera semana del 2009 se cerro el proceso de admisión de las universidades, y por sexto año consecutivo, hubo más oferta que demanda, y todo el mundo sabe que quienes tengan cómo pagar, podrán tener un cupo en una universidad privada para que la familia no pase vergüenza. ¿Se acuerda cuando comenzó el mercado de la previsión privada? ¿Cuántas administradoras quedan, cuántas fueron absorbidas y cuántas se fueron a las pailas? Lo mismo pasó con las isapres.

Oiga, si dan ganas de remecer a la opinión pública - ésa que está más interesada en el último romance de la modelo - para advertirle que si no le ponemos tinca a la educación, a la buena se entiende, las cifras de desocupación, como el último 10,6% del trimestre móvil, seguirán peligrosamente altas, sembrando la irritación y el resentimiento en hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en fin en toda la gran masa que constituyen la “gallá”

Por eso me llega a dar ternura que quienes aprovechando las bayonetas y el pesimo gobierno UP, impusieron hace mas 30 años el actual modelo económico, ahora, ¡oh, my God! descubren que han de luchar por acortar la brecha de esta injusticia y, ¿serán? que el problema estriba en la mala distribución del ingreso. ¡No se puede ser tan cara de palo! No se trata de echarle la culpa al mercado porque ¿quién tiene el poder? El que tiene los recursos. Vea un informe en la página web de la Superintendencia de Bancos y Sociedades Financieras en materia de la categorización de empresas y se va a enterar que las grandes, ojo, son menos del 1 por ciento del total.

Es más, el informe subdivide ese menos uno por ciento de las generadoras de riqueza más grandes de Chile, entre grandes y mega empresas. ¿Qué tal? Dicho de otro modo, lo mal pelado del chancho no se da sólo en los salarios de los cinco millones y tanto de ocupados, sino también entre las empresas.

Si no me cree, pregúntele a cualquier empresario Mipyme (es jodido esto de las siglas, me refiero a micro, pequeña o mediana empresa) y se va a enterar por qué no puede acceder a los créditos como los grandes. Obvio, no son confiables para los bancos y las garantías y tasas que deben pagar hace que mejor se dediquen a los juegos de azar. ¡Claro que existe pésima distribución! ¿Acaso los sectores ahora llamados progresistas no lo vienen diciendo y gritando hasta desgañitarse desde mediados del siglo pasado? No, ahora quieren levantar el punto, como si hubieran descubierto el Santo Grial, y dar a conocer la buena nueva.

Y volviendo a la del viejo porfiado; si bien puede ser comprensible, cómo no va a ser quemante que a la amada hija de uno de estos, que está por salir de la universidad y con algunas peguitas, los bancos la persigan, le abran una cuenta joven, de otra institución le ofrezcan tarjeta de crédito, y a su padre poco menos le prohíben pasar a 10 metros de la puerta. Cruel el mercado, ¿ah? Y es por eso que hay que levantar la voz pensando en los mayores que se han quedado sin trabajo y con dificultades para encontrar un pituto, en la esperanza de que, sin descuidar a los jóvenes, cuyas tasas de desempleo son alrededor del 20%, o de las mujeres que se tomaron su sitial en el mundo laboral, se abran posibilidades para volcar la sapiencia que dan los años, la experiencia que dicen.

¿Sabía usted que en los Estados Unidos y en países europeos existen organizaciones que exportan conocimiento al Tercer Mundo a través de profesionales y técnicos jubilados, a bajo costo para el país recipiente, el que se pone con la estada y el “manye”? Modestamente, creo que el tema es bueno para cualquier campaña legislativa y especialmente para la presidencial, siempre y cuando se tome con seriedad.