Los futbolistas mantienen su condición física gracias a una adecuada disciplina. Realizan toda suerte de ejercicios pertinentes; también estudian diversas tácticas de juego. Pero, sobre todo, practican fútbol. Cuando disputan un partido, no ejecutan una exhibición de gimnasia ni dan conferencias sobre tácticas de juego. Simplemente juegan. Han llegado a profesionales tras jornadas de entrenamiento y práctica de ese deporte – vi el camino que siguió uno de mis hermanos (en la foto) para conseguirlo – Desde adolescentes, o desde antes, les ha motivado, aparte el saboreo del juego mismo, la posibilidad de labrarse con él una vida gratificante más allá del fútbol mismo.
En nuestras instituciones escolares, en cuanto se refiere a la lectura, suele ocurrir lo contrario. En el mejor de los casos hay un esfuerzo por obtener gimnastas, que por cierto casi nunca, salvo en un nivel elemental, se sienten motivados por el juego mismo y sus alcances, en este caso por la lectura. ¿Cómo harían? Ocurre a estos escolares lo mismo que si les obligaran a aprender - para andar en bicicleta - leyes de mecánica, ecuaciones de palancas y equilibrios, índices de resistencia de materiales, relaciones dinámicas con el aire; pero jamás les dejarán montar una bicicleta y correr los albures del caso hasta dominarla y disfrutar la velocidad, la ampliación de territorios y el riesgo de la aventura cuesta abajo. Resultado: quienes aprenden a leer, una minoría, lo hacen a pesar de la “enseñanza” que reciben.
Este error de nuestras escuelas tiene que ver con que se insiste en enseñar castellano. Se llenan horas con gimnasias gramaticales y se olvida que “enseñar” significa en primer lugar “mostrar” ¿Y dónde está el castellano mostrable? En textos escritos, en libros. Ahora bien, no hay libros pertinentes. Resultado: los escolares no leen ni literatura ni historia ni filosofía ni música ni matemáticas ni ciencia.
El caso es peor. ¿Cómo, de pronto, se empezó a enseñar sólo castellano donde la lengua que los niños saben es, justamente, el castellano? Sucede que en las escasas escuelas de nuestra protohistoria se enseñaba latín. Y la escolaridad generalizada aconteció impulsada por gente laica que desconfiaba del tufillo eclesiástico de todo latinazgo y terminó tirando agua y guagua al inodoro. Se olvidó un antiguo precepto: sólo se aprende bien el idioma materno si se aprende otro (latín, inglés o uzbeco) Lo sabían los romanos, que se educaban en griego. Y también los ingleses, que contrataban institutrices francesas para que sus hijos manejaran bien su inglés. Pero nosotros, ínclitos partidarios del esto o bien lo otro, decidimos que no, que nada, que sólo el castellano. Y ya casi ni hablar sabemos. Y ni pelotas tenemos. Quiero decir, libros. ¿Qué Humberto Suazo, Matías Fernández y Jorge Valdivia tendríamos si no hubieran dispuesto de pelotas? ¿Qué gente con cabeza de lectores podemos tener si apenas hay libros accesibles? ¿Con qué seres humanos podemos contar si no somos capaces de dominar una tecnología que se inventó hace seis mil años? Son preguntas que suelen dar vueltas en mi cabeza.
En nuestras instituciones escolares, en cuanto se refiere a la lectura, suele ocurrir lo contrario. En el mejor de los casos hay un esfuerzo por obtener gimnastas, que por cierto casi nunca, salvo en un nivel elemental, se sienten motivados por el juego mismo y sus alcances, en este caso por la lectura. ¿Cómo harían? Ocurre a estos escolares lo mismo que si les obligaran a aprender - para andar en bicicleta - leyes de mecánica, ecuaciones de palancas y equilibrios, índices de resistencia de materiales, relaciones dinámicas con el aire; pero jamás les dejarán montar una bicicleta y correr los albures del caso hasta dominarla y disfrutar la velocidad, la ampliación de territorios y el riesgo de la aventura cuesta abajo. Resultado: quienes aprenden a leer, una minoría, lo hacen a pesar de la “enseñanza” que reciben.
Este error de nuestras escuelas tiene que ver con que se insiste en enseñar castellano. Se llenan horas con gimnasias gramaticales y se olvida que “enseñar” significa en primer lugar “mostrar” ¿Y dónde está el castellano mostrable? En textos escritos, en libros. Ahora bien, no hay libros pertinentes. Resultado: los escolares no leen ni literatura ni historia ni filosofía ni música ni matemáticas ni ciencia.
El caso es peor. ¿Cómo, de pronto, se empezó a enseñar sólo castellano donde la lengua que los niños saben es, justamente, el castellano? Sucede que en las escasas escuelas de nuestra protohistoria se enseñaba latín. Y la escolaridad generalizada aconteció impulsada por gente laica que desconfiaba del tufillo eclesiástico de todo latinazgo y terminó tirando agua y guagua al inodoro. Se olvidó un antiguo precepto: sólo se aprende bien el idioma materno si se aprende otro (latín, inglés o uzbeco) Lo sabían los romanos, que se educaban en griego. Y también los ingleses, que contrataban institutrices francesas para que sus hijos manejaran bien su inglés. Pero nosotros, ínclitos partidarios del esto o bien lo otro, decidimos que no, que nada, que sólo el castellano. Y ya casi ni hablar sabemos. Y ni pelotas tenemos. Quiero decir, libros. ¿Qué Humberto Suazo, Matías Fernández y Jorge Valdivia tendríamos si no hubieran dispuesto de pelotas? ¿Qué gente con cabeza de lectores podemos tener si apenas hay libros accesibles? ¿Con qué seres humanos podemos contar si no somos capaces de dominar una tecnología que se inventó hace seis mil años? Son preguntas que suelen dar vueltas en mi cabeza.