¿Políticos tradicionales? No, gracias. Lo que se lleva es un nuevo estilo. Y el nuevo estilo obliga al candidato – díscolo – a bailar un reggaeton o ponerse una peluca o hacer cabriolas en un set de televisión; a encajar chistes gruesos, o a reírse de las impertinencias que les propinan unos animadores que quizá qué células muertas de cultura política cobijan en sus cerebros. Si el político no tradicional se tropieza en el set, el rating sube, y si por descuido lleva un calcetín o una media de cada color, mejor aún para el show. Lo que cuenta es la lozanía del personaje, su integridad sicomotora, la diversión, el contraste, la velocidad de reflejos, eso que se llama espontaneidad o transparencia o manera de estar. Los rudos animadores se sienten con derecho a acorralar hasta la humillación al político de nuevo estilo, mientras el público del set aplaude con ritmo cansino y la teleaudiencia devora las sobras.
Y vemos a este nuevo espécimen de la política reconvertido en carne de farándula, saltando como pajarito, tratando de caer bien, buscando esa oportunidad de conectarse a la señora de pueblo o a aquel jubilado o a ese esquivo segmento juvenil que observan atontados la pantalla mientras hacen alguna otra cosa.
Los políticos tradicionales - en otro tiempo - solían defender alguna idea, o representaban a grupos concretos, como los mineros, los empresarios o los católicos. Hoy las ideas, como tal, están a la baja. Disminuyen la fluidez del producto, confunden al electorado. Por lo demás, en un minuto y medio, que es lo que suele durar una intervención mediática, no se puede colocar ni siquiera un trozo de idea, de tal manera que es preferible optar por algún juego de palabras o un aleteo de manos, siempre en un clima sonriente y coloquial. Y aunque se tuviese una idea que defender, y hubiera tiempo, la política moderna prefiere no defender mucho nada, porque de ahí se pasa pronto al ataque, a la áspera zona de las confrontaciones, y eso choca a nuestros sensibles telespectadores o consumidores o como quiera que se llamen estos seres -nosotros - a los cuales los políticos dedican sus esfuerzos. En cuanto a representar a algún grupo, la sociología moderna nos informa que con la globalización y el fin de la guerra fría los temas se hacen transversales, y ya no existen ni órdenes de partido ni comités centrales ni culturas cerradas. Sólo hay encuestas, y para ser bien evaluado en ellas es preciso mantener una conformación nebulosa, más cercana al vapor que a los cuerpos sólidos. Abstenerse en lo posible de mostrar aristas, porque la gracia de un político no tradicional es que voten por él los que no deberían hacerlo; a eso se le llama tener un bajo índice de rechazo. El candidato moderno no es de izquierda, tampoco es de derecha, para nada es de centro, y está a la vez a favor y en contra del mercado, a favor y en contra de la globalización, a favor y en contra de las libertades sexuales individuales, a favor y en contra de subir o de bajar los impuestos, un poco a favor y un poco en contra de todo y de nada.
Esta fabulosa contextura de este político no tradicional se basa en la a su vez notable condición de los ciudadanos de hoy, que somos también, al parecer, ciudadanos no tradicionales. Mientras los ciudadanos tradicionales - esto es, los de Atenas o los de la Roma republicana, o los de las ciudades libres renacentistas - estaban educados para sostener un punto de vista y defenderlo en la asamblea, o incluso para ir a la guerra, los ciudadanos de hoy prefieren evitar cualquier cosa que se asemeje a una asamblea. Si antes estaba bien visto manifestar la propia opinión, lo cool es actualmente limitar la opinión a asuntos como el modelo de microondas o el tipo de yogur para la colación, que - oiga, no se crean - son decisiones que también requieren su cuota de sabiduría.
El ciudadano moderno se considera a sí mismo una especie de cliente, y exige ser bien atendido. Y el drama, como apunta con agudeza John Ralston Saul, es que los ciudadanos no somos los clientes de los servicios estatales, sino sus dueños. Somos (aunque no lo creamos) los dueños del sistema de salud, los propietarios de las universidades públicas, los amos soberanos de la Contraloría, del Servicio de Impuestos Internos y de los tres poderes del Estado. Actuamos, sin embargo, como si todo aquello no fuera nuestro, como si lo colectivo no nos correspondiera. Hemos optado por ser, más bien, beneficiarios o espectadores desganados del sistema, un poco impacientes, y desde luego desinformados, porque sólo los torpes pierden tiempo tratando de entender cómo se fragua una ley o por qué se degrada o se destruye un antiguo barrio de la ciudad.
La idea es que no se nos moleste y que, entretanto, “alguien” se ocupe del esmog, del orden público, de la justicia, de la educación, de traer energía barata, de defender los productos chilenos en Asia o en Europa, o de negociar en los foros internacionales. Se encargará de tales menesteres - por lo que vamos viendo - quien mejor baile la conga con una peluca rosada en el plató de la señorita Kreutzberger, aquel o aquella que, en un estilo político no tradicional, logre exhibirse de modo más nebuloso en el programa de Camiroaga, más sonriente, más transparente, más inofensivo, más cercano a la nada.