martes, 28 de julio de 2009

Relatos


No sé exactamente por qué continúo leyendo relatos. Acaso porque siendo un seudo escritor considero esta lectura una de mis obligaciones. O porque, a pesar de mis actuales preferencias por el ensayo o el documento histórico, me parece que en el cuento o en la novela se encuentra la esencia de la literatura. ¿Pero tiene algún sentido esta clase de palabras? ¿Qué se quiere decir con esencia? Algo en realidad sencillo: creo que leyendo ficciones sabré algo más -no mucho, por cierto- acerca de la muerte.

No estoy seguro si de un relato puedan extraerse conclusiones, quizá porque no sé todavía a ciencia cierta cómo funcionan las palabras que al unirse con otras se vuelven de pronto tan oscuras o -lo que es lo mismo- tan luminosas. Sucede que leyendo un relato fijo mi atención en pasajes sin importancia o en personajes que a todas luces resultan menores. Ésa es la razón por la que nunca recuerdo del todo bien los argumentos. Por eso me gusta pedir a otros que me narren su experiencia sobre una novela que he leído ya: se escuchan cosas tan sorprendentes. En cuestiones de lectura la atención más humana lleva como contraparte una seria dosis de distracción. Me ha sucedido también que no logro terminar un relato porque creo que con dos páginas he tenido más que suficiente. Me bastan esas dos páginas como estímulo para dar forma a diversas situaciones imaginarias en las que los acontecimientos suceden con extraña libertad.

Me ocurre a menudo con las narraciones de Raymond Carver: todo sucede aparentemente en los alrededores. Como si repentinamente en ciertos escritores la literatura comenzara un período de divagación o de fuga. Como si la literatura de ficción se hubiera alejado tanto de casa que le fuera imposible encontrar el camino de vuelta.

Hay en el mundo un puñado de fabulaciones que los hombres, a lo largo del tiempo, se han encargado de narrar de muy diversas maneras. Se dedican a reescribir una historia a la que dan vida nuevamente en espera de que otros escritores tomen la misma responsabilidad. Y así eternamente. Nos pasa a los hombres comunes cuando alguien nos narra una experiencia de su vida y nosotros pensamos: “Eso lo he escuchado ya en otra parte” Los escritores están obsesionados con las mismas historias de siempre. Esto me lleva a pensar en las influencias que estos escritores reciben de otros colegas. La mayoría, por supuesto, inventa o se acomoda las influencias a su propia conveniencia. Sin embargo, creo que las influencias no son determinables. Es decir, creo que las formas de un relato pueden reproducirse en otro, pero que jamás agotan el horizonte de sus significados.

Sin un estilo que avale la presencia de un sujeto que elabora la ficción, el arte no existe. Es algo parecido a lo que Barthes escribió al afirmar que el estilo es la soledad del escritor, la incapacidad de salir de la cárcel de uno mismo. No se puede trascender ese límite porque de hacerlo el escritor desaparecería y sus restos quedarían esparcidos en un continuo llamado literatura: una literatura sin autores, sin rostros, regida sólo por un conjunto de fabulaciones que los hombres repetirán eternamente. Sin originalidad, ni genio, ni estilo, los escritores no son más que amanuenses o coleccionistas de sellos