Una Constitución Política de un Estado, aunque parezca obvio decirlo, es un ordenamiento básico o esencial duradero de la convivencia que fija el marco dentro del cual deben moverse los poderes públicos y la sociedad civil, marco relativamente abierto que ofrece un margen de maniobra adecuado a los operadores políticos y sociales que deben adoptar las decisiones de su responsabilidad sin traspasar el orden normativo constitucional consensuado, dentro del cual se aseguran los derechos fundamentales y sus garantías, el cual debe guiar en forma estable la vida de dicha sociedad, promoviendo la unidad y la integración y posibilitando los cambios necesarios para el desarrollo de dicha sociedad política.
La Constitución de 1980 tuvo el carácter originario de una Constitución otorgada por el régimen militar, que constituyó la imposición de un sector de la sociedad, el cual no fue un instrumento integrador ni de consenso, por lo que no podía ofrecer estabilidad alguna ni tampoco podía guiar los destinos de la sociedad chilena en forma duradera. Las reformas de 1989 fueron la base de una transición pacífica y pactada, donde los dos sectores antagónicos aceptan convivir bajo un texto con significativos enclaves autoritarios, los cuales después de un largo período de 19 años han podido desmontarse consensuadamente.
Podemos señalar que de la Constitución original de 1980 que dan algunos aspectos de bases de la institucionalidad y de los derechos fundamentales y sus garantías. Las reformas aprobadas en 2005 pusieron fin a la transición en el ámbito del estatuto del poder estatal, eliminando todos los enclaves autoritarios. Sin embargo, quedo un aspecto muy significativo en el ámbito de la generación del poder estatal que sigue siendo una institución impuesta y contraria a la voluntad de la mayoría: el sui géneris sistema electoral binominal para las elecciones parlamentarias, con un curioso estatuto de ley orgánica pero con quórum de reforma constitucional, una nueva creación nacional. A su vez, hemos mejorado notablemente el sistema de jurisdicción constitucional.
Nos alegramos por haber recuperado un sistema institucional democrático propio del siglo XX, pero con un sistema electoral que impide la representación adecuada de la ciudadanía y una participación efectiva en la determinación de sus representantes, marginando a todos los que no están en los dos bloques mayoritarios.
Sin embargo, es necesario señalar que hemos asumido los desafíos del siglo XXI: no tenemos una institucionalidad de mucha calidad democrática, el tema de la participación ciudadana en el ámbito regional es un asunto que espera que se asuma realmente, la ausencia de mecanismos de democracia participativa es otro déficit institucional. En un mundo globalizado, nuestro sistema de relaciones de derecho interno y derecho internacional es deficiente si miramos sólo nuestro entorno de América del Sur, la garantía de los derechos humanos es aún muy deficiente, como asimismo no hemos logrado la madurez suficiente para recepcionar el Tribunal Penal Internacional ni la Convención sobre desapariciones forzadas de personas, para solo mencionar un aspecto.
Por otra parte, terminado el proceso de transición a un sistema constitucional democrático, es necesario ahora abordar el tema de la estabilidad, eficiencia y eficacia del tipo de gobierno democrático que el país necesita para procesar las decisiones para avanzar al desarrollo social, económico y cultural, donde los eventuales conflictos puedan abordarse y resolverse democráticamente. Ya en la Cámara de Diputados se avanzó algo con la comisión especial de régimen político, cuyos estudios quedaron durmiendo, dada la urgencia de las otras reformas que hoy están concluidas.
La democracia constitucional es siempre un sistema perfectible y la nuestra no es una excepción, quedando aún mucho trabajo por delante para darnos hoy por satisfechos. No es la hora de quedarse dormido en los laureles por el paso importante y consensuado, pero aún limitado de nuestro desarrollo institucional.