Hijo del aire a diferencia de Neruda cuyo elemento era el agua, franco en sus aficiones con la transgresión como ariete del vanguardismo de su tiempo, su plusvalía con la pluma escandalizo en sus comienzos a los defensores de la ortodoxia literaria al enaltecer el erotismo y reivindicar públicamente a las mujeres que ponen tarifas a sus besos y abrazos, quizás por sobrevivencia, quizás por búsqueda de autonomía, quizás por el goce puro de la carne, un poeta del futuro y con estilo propio, con su inconfundible sonoridad, quizás como una mujer cuya figura fue la musa inspiradora de toda su obra. Gano el premio Reina Sofía de poesía iberoamericana en 1992, el premio nacional de literatura ese mismo año y el premio Cervantes el 2003, eso era Gonzalo Rojas, ni más ni menos.
Dicen que a oídos de los izquierdistas parecía de derecha y a odios de los derechistas lucia como un izquierdista redomado irritante por la frecuencia y la lucidez de sus argumentos, por tal razón sufrió el castigo de la dictadura pinochetista que como tantas otras dictaduras convirtió los libros en combustible para las hogueras, el desarraigo forzado, el exilio que a tantos afecto y que oscureció el otrora pasado cultural de Chile hoy perdido – no solo aquí – si no en una América Latina que Gonzalo Rojas tanto quiso pese a su actual mansedumbre frente a la dominación, pese al empobrecimiento, a pesar del expolio de esta parte del continente que habla la mala lengua de Cervantes.
Hombre afable y de modos suaves aunque jamás fue muy afecto a las entrevistas, le obsesionaba el amor en todas sus formas y su luminosidad, la muerte que siempre es un buen complemento, porque el amor mata y la muerte tiene la especial virtud de activar la memoria y revivir el amor por los que ya partieron y que de a poco olvidamos mientras se encuentran con vida. Como buen poeta jamás le temió a su último aliento de vida, no temió convertirse en lo que fuimos y en lo que seremos – polvo y nada más – se va siesta señera de la poesía chilena, de la gran poesía chilena.