En menos de 2 horas la Alameda estaba desierta, en menos de 2 horas llego la noche y el toque de queda, lo único que podían hacer las pocas personas que circulaban era tratar de tomar una micro o algún taxi, eran esos mismos que desaparecieron de las calles antes del golpe, al igual que el pan, la carne y la leche de las vitrinas, todo eso había regresado ese día a Santiago, también había orden nuevamente.
En Santiago, más de la mitad de la población aprobó lo ocurrido el 11 de Septiembre, chocante – quizás – para alguien que no esté acostumbrado a nuestra realidad, pero aquí en Chile, donde la clase media, día tras día pedía gritando “que se vaya, que se vaya”, haciendo referencia a la salida de Salvador Allende, las mujeres del barrio alto junto a las esposas de los camioneros, llamaron a los militares a tomarse el poder, con la consigna “a la victoria”. Un año atrás – 1972 – en la celebración de la Independencia, Allende declaro sobre el ejercito: “respeto su conducta responsable y severa, que la distingue como una organización eminentemente profesional”, después del golpe los conscriptos de la Patagonia y sus sargentos profesionales parecían aplicados robots, amos de la calle, amos de Chile, el uniforme tenia todos los derechos, por esos días al cubano había que matarlo, el boliviano era peligroso, cualquier extranjero era sospechoso.
En el Santiago post golpe, era normal pasar 2 horas en el suelo porque saliendo de algún lugar se mirara con demasiada curiosidad el nuevo espectáculo callejero. Hubo mañanas donde el objetivo de los militares fueron poblaciones enteras, barrio San Borja por ejemplo, en pleno centro, un kilometro cuadrado rodeado y penetrado por 2000 carabineros y soldados, visitaban uno por uno los pequeños departamentos de esos 30 mil habitantes, aislamiento total – nadie salía, nadie entraba – desde las 7:00 hasta 19:00, dichas operaciones buscaban acorralar militantes socialistas y comunistas, esos que no alcanzaron a refugiarse en las – repletas – embajadas de México, Suecia, Panamá, Ecuador, solo por nombrar algunas. En el estado de sitio todo se hacía rápidamente, apelando sin reparos a la “buena voluntad”, a los delatores, esos que iniciaban una especie de cacería, recompensas de 500 mil escudos – 3 años de salario de un obrero – se ofrecía a aquel que ayudara al arresto de algún cabecilla de la Unidad Popular y esas personas no faltaron, fueron esos que antes del 11 de Septiembre sentían miedo y ahora ante el nuevo escenario se sentían poderosos.
Así es como en Chile se volvió peligroso poseer cualquier libro de inspiración marxista, se borro de las fachadas el nombre de Gabriela Mistral, ese Chile que bajo los fusiles enterró a Pablo Neruda, solo 100 personas hubo en ese cortejo, fue el primer acto de resistencia abierta desde el 11 de Septiembre.
22 días después del golpe, nadie podía entregar una cifra exacta de muertos – ni si quiera hoy se tiene claro – oficialmente se dijo que eran 300 fallecidos, prisioneros, ministros en Isla Dawson, políticos en los buques de Valparaíso y miles de simpatizantes de la UP en el Estadio Nacional, todos estos anónimos. En ese estadio – destinado para los Juegos Panamericanos de 1975 – se asesino cada noche, cada día y así, pese a las protestas de las diligentes autoridades, como prestar atención a la reforma económica, a la reforma monetaria, cuando todos se preguntaban ¿cuántos muertos hay en Chile?, muchos aseguran que fueron varios miles durante los primeros días, ¿cuántos no salieron vivos del Nacional?, ¿cuántas familias aun esperan la verdad? Cada día, desde aquel 11 de Septiembre, entre las 10:00 y las 12:00, entre las 14:00 y las 16:00, esas familias buscaban agolpados en las puertas de aquel elefante blanco saber si ese padre, ese hijo, ese sobrino o ese abuelo se había convertido en un desaparecido. Y así volvían, cada día a posarse frente a las rejas del Estadio Nacional, buscando una verdad, una verdad que muchos jamás encontraron.