jueves, 28 de mayo de 2009

Que vote, el que quiere


Desde que en 1874 se estableció el voto universal en Chile, aboliendo el sistema censitario, votar ha sido una de las tradiciones cívicas más arraigadas en el país. Tradición que se consolidó en 1949 con el sufragio femenino y que se interrumpió de modo prolongado durante la dictadura.

Hoy, nadie pone en duda que todos puedan votar, pero una verdadera conspiración del establishment chileno está impidiendo que ese derecho deje de ser una obligación.¿Por qué?

En el interesante debate que se ha abierto, los partidarios del voto obligatorio exponen razones de tres tipos: las de carácter social, como que votar sería no un derecho individual sino un deber ciudadano; las prácticas, como que se produciría una baja en la representatividad del voto; y las estrictamente políticas, que buscan evaluar si eso conviene o no a un determinado partido.

En un artículo a favor del voto obligatorio, Carlos Hunneus recordaba la experiencia de dos países que lo reemplazaron por el voluntario: Holanda, país en que la participación ciudadana se mantuvo pareja, y Venezuela, donde el porcentaje de votantes cayó de 90 a 60 por ciento, generando “una grave crisis de la democracia”.

El caso de Chile no es muy diferente, ya que el porcentaje de votantes cayó de casi 87 por ciento a 69 por ciento en 12 años, tomando en cuenta las elecciones parlamentarias desde 1989. Todos los indicios señalan que ese porcentaje seguirá bajando, sin necesidad de reformar nada.

Pienso que el centro del debate está antes: en la inscripción obligatoria. Hoy la inscripción es voluntaria y, en la práctica, el voto también es voluntario ya que resulta imposible aplicar sanciones efectivas a quienes estén inscritos y no voten. Estamos en el peor de los mundos en materia de sistema electoral: es binominal, hay senadores designados, hay enclaves autoritarios, tenemos una Constitución originada en la dictadura, se inscribe el que quiere y vota el que quiere. Eso hay que reformarlo.

La mayoría de los detractores del voto voluntario están de acuerdo en la inscripción automática, pero proponen mantener el voto obligatorio. De aprobarse esa idea, estaríamos obligando a concurrir a las urnas a nada menos que 2,4 millones de personas de más de 18 años que hoy no están inscritas. ¿Alguien puede imaginar tamaña dictadura electoral en un país cuya tasa de inscripción es casi nula y cuyo nivel de abstención crece en cada elección?

Si hay consenso en ampliar el padrón electoral mediante la inscripción automática, la lógica indica que se debe hacer junto con el voto voluntario o, al menos, con la eliminación de sanciones por no votar.

Estoy completamente de acuerdo con la importancia del voto en Chile. Soy de los que no se pierde elección alguna, en la de este año no votare nulo o blanco y hasta sería vocal de mesa, experiencia que encuentro muy provechosa. No ire al locales de votación obligado, ya que sé que las sanciones no son viables. Pero todo mi entusiasmo cívico se apagaría si fuera obligado en serio a votar, con la amenaza real de penas del infierno.

Creo más bien que, en un contexto de alejamiento de la gente de la política partidista, un escenario de voto voluntario no sólo estimularía a los políticos a tener discursos más atractivos, sino que forzaría al Estado a ofrecer incentivos para votar. Y no hablo de dinero, sino de, por ejemplo, preferencias para acceder a ciertos beneficios que otorga el propio Estado, como subsidios habitacionales, condonación de créditos universitarios o subvenciones y bonos solidarios de todo tipo.

Si se quiere incentivar la participación ciudadana, habría que ir incluso más lejos, tal como propone el investigador de la Flacso Claudio Fuentes: permitir que los chilenos en el extranjero puedan votar, promover plebiscitos ciudadanos vinculantes, favorecer la iniciativa de ley por recolección de firmas, implementar el voto electrónico e incluso cambiar el día de las elecciones desde el domingo a un miércoles, manteniéndolo como feriado.

El problema de fondo es que muchos chilenos no se sienten orgullosos de cómo funciona la democracia. Un 48 por ciento, para ser más exactos. Muy pocos confían en los partidos, los programas políticos en la TV tienen los rating más bajos y a muy pocos jóvenes les seduce la política. Entre un 70 y un 80 por ciento decía en una reciente encuesta nacional del CEP que nunca hablaba de política en familia o entre amigos.

Este no es un fenómeno pasajero y con medidas de defensa corporativa no se va a revertir esta apatía política. La reactiva respuesta de algunos partidos políticos contra esta propuesta huele a temor ante la perspectiva de agregar algún grado mayor de incertidumbre en el sistema a través de la combinación de inscripción automática y voto voluntario.

Los expertos electorales manejan con bastante exactitud un padrón que casi no se ha renovado en 16 años y, en cambio, nadie puede predecir qué pasaría en un contexto como el que propuso la Presidenta Bachelet el 21 de mayo pasado.

Algunos parlamentarios, beneficiados tanto por el sistema binominal como por la baja tasa de inscripción de jóvenes, ya llevan dos o tres períodos en sus escaños y quieren permanecer en ellos más tiempo del que estuvo Pinochet al mando del país. ¿No será tiempo de introducir más competencia en el sistema?