El encasillamiento de Fidel Castro como tutor de las izquierdas y terror de las derechas, lo ha mantenido como una reliquia de la Guerra Fría. Eso, aunque a la hora de la verdad sus partidarios no lo sean tanto y sus enemigos ya no lo odien como en sus buenos tiempos.
De ahí que en nuestras izquierdas extraparlamentaria y de la Concertación hubo sentimientos mezclados, cuando se defendieron los derechos humanos en Cuba. Todos sabia que “el líder máximo” de violarlos, los violo y en gran forma. Pero una minoría, bajo pretextos de empate, antiimperialismo, antibushismo, e incluso eficiencia, era reacia a admitir que la ONU lo condenara “ritualmente” por ello.
Los miembros de esa minoría mostraron una sensibilidad antagónica a la de los demócratas del mundo, de izquierdas y derechas, durante el régimen del general Pinochet. A éstos -y en especial a los chilenos-, la anual condena de la ONU les abrigaba el alma. Por otra parte, su excusa de la lealtad hacia Castro era asimétrica o unilateral. Debian tener claro que éste nunca tuvo un respeto especial por Chile y tampoco tenia amigos, en el sentido en que se entiende normalmente esa palabra.
Ya hemos visto en la columna anterior como el líder cubano atacó al gobierno de Eduardo Frei Montalva y ayudó a socavar las bases del gobierno de Salvador Allende. Luego, durante la dictadura de Pinochet, promovió la idea de una guerra vecinal contra nuestro país. A continuación, interfirió en la política de los demócratas chilenos, diseñándonos una lucha armada interna y formándonos cuadros militares. El año 2004, para no perder la costumbre de fastidiar a Chile, fue de los primeros en apoyar la “playa boliviana” soñada por Hugo Chávez... y quizás hasta inspiró ese sueño.
Por eso, es ingenuo pensar a Castro como un amigo consecuente. El sólo admitía subalternos, aliados tácticos, beneficiarios económicos y ex asilados. Gente que privilegiaba el temor, el interés propio o la gratitud, por sobre el pensamiento crítico y los intercambios de la democracia.
Salvador Allende le manifestó una amistad sincera y fue víctima de esa ingenuidad. Al líder chileno le tomó años conseguir que el cubano le amarrara a Regis Debray y dejara de descalificarlo por no seguir su línea. Después, ignorando lo taimado que Castro podía ser, tuvo el coraje de invitarlo a Chile, para sacarlo de su aislamiento regional. Desafió, así, a los Estados Unidos, confiando sólo en una pequeña retribución: que el huésped llamara a la sensatez a sus adictos locales. Pero el hombre vino, se quedó un mes, defendió sus posiciones ultristas, menospreció el proceso chileno, enardeció a sus admiradores, indignó a la oposición, descolocó a Allende y creó un anticlima de órdago.
Por lo señalado, nuestro gobierno acertó al enfatizar (hace algunos años) que su posición respecto a los derechos humanos en Cuba obedecía a principios y no a la mayor o menor presión que ejercía por esos dias George W. Bush o a lo que decidían otros gobernantes de la región. Tales derechos no son de izquierdas ni de derechas, sino una conquista cultural de la humanidad. Ergo, los cargos contra el gobierno cubano deben ser apreciados en su mérito propio, según las mismas pautas que muchos aplaudieron desde el exilio o desde las cárceles, cuando gobernaba Pinochet.
Esto puede doler a los nostálgicos de una utopía que el propio Castro se encargó de liquidar. Y máxime cuando la votación en la Comisión de Ginebra se definió por un voto.
Pero los demócratas consecuentes de hoy han sido bien interpretados y eso es lo que debe prevalecer.